¨...cuando observamos la producción permanente de normas, que con pompa, llamamos ¨estatutos anticorrupción¨, contrastando con los escándalos de saqueo al erario público sin el castigo debido, decimos que la problemática ha sido abordada desde un exagerado positivismo, pues creyendo que la regla resolvía la patología, sin darnos cuenta, terminamos amparando al delincuente que, de manera habilidosa, se cubre formalmente con la norma misma.¨
______________________________________________________
PALABRAS CLAVES:
Positivismo, anti-formalismo, corrupción.
Por: Luis Fernando
Cote Peña
Hace unos
días, en el marco de una afortunada maestría en derecho, la Universidad Santo
Tomás de Bucaramanga nos permitió disfrutar de la conferencia de uno de los
grandes doctrinantes que la Teoría General del Derecho tiene en el país. Se
trata del profesor Diego López Medina, autor, entre
otras muy importantes producciones intelectuales, de la "Teoría impura del derecho".
El marco fundamental de su presentación estuvo dirigida a mostrar el debate
de frontera entre positivismo y antiformalismo jurídico. A riesgo de agredir la
profundidad con que el maestro asumió el tema y lo trascendente que el mismo
resulta para el derecho y la sociedad, podríamos
sintetizar la discusión entre la defensa que hacen los primeros (neo
positivistas ) en considerar el derecho como reglas simplemente y los segundos (anti
formalistas) que defienden que el derecho se expresa tanto en reglas, como en
principios.
Los positivistas (de quienes Hart es uno de sus representantes connotados),
defensores a ultranza de la legalidad y por lo mismo de la seguridad jurídica,
como campos que garantizan la libre voluntad de los miembros de un sistema
jurídico, acogen de manera vehemente que el derecho son por excelencia reglas
jurídicas, cuya validez surge del cumplimiento de las exigencias de la regla de
reconocimiento y cuya eficacia se logra a partir de la generación de un proceso
de ¨aconductamiento¨ del ciudadano a
la regla, que por lo tanto genera una especie de predictibilidad del comportamiento
individual, generador a su vez de confianza.
Los anti-formalistas (con el recientemente fallecido profesor Dworkin), por
su parte consideran que el derecho se expresa en reglas, al estilo de las
advertidas por los positivistas, pero también
en principios (en esto se diferencian de aquellos) unas veces expresos y
otras tácitos en las normas jurídicas. Consideran que, estos principios son la
razón de ser de la norma misma, la política pública tras la norma, el régimen
del sistema político. Este planteamiento también argumenta que, más allá de la
aplicación de la regla, el operador jurídico (llámese juez o funcionario
administrativo) debe por sobre todo buscar la aplicación del principio, siendo
incluso censurable aplicar la regla en detrimento de aquel. La crítica que
desde el neo-formalismo se hace al positivismo, entre otras, es el hecho de que
la aplicación de la regla por la regla, genera un ¨automatismo¨ que produce exceso de confianza y lo que es peor, en
muchos casos se convierte excusa para abusar del derecho, no obstante actuar
dentro del marco mismo de la regla.
Tal discusión engrana de manera muy oportuna con el tema de la corrupción, que, siendo objeto
permanente de critica pública por la enorme mayoría, la vemos referida a diario
en los medios de comunicación, a la manera de un karma insuperable.
Cual es pues la relación de este censurable mal de la corrupción, con estas
teorías?
Pues bien, cuando observamos la producción permanente de normas, que con
pompa, llamamos ¨estatutos
anticorrupción¨, contrastando con los escándalos de saqueo al erario
público sin el castigo debido, decimos que la problemática ha sido abordada desde
un exagerado positivismo, pues creyendo que la regla resolvía la patología, sin
darnos cuenta, terminamos amparando al delincuente que, de manera habilidosa, se
cubre formalmente con la norma misma.
Por ello se sugiere que, una posible alternativa a la falencia evidenciada
por el culto exagerado a la regla, sería mover el péndulo de la teoría jurídica
de nuestros sistemas políticos (en la mente de legisladores, juzgadores,
funcionarios públicos y abogados litigantes) hacia una acción más
anti-formalista que, basado en principios, pueda castigar de mejor forma los
actos que contrarios al interés público, se disfrazan de legalidad.
Con tal caso bastarían, por ejemplo, principios que estando incorporados ya
en nuestra legislación, por un criterio absurdamente positivista, se dejan del
lado por considerarse suficiente, el cumplimiento de la regla y no la razón de
ser de la misma.
Algunos de estos principios que deberían priorizarse por encima de la regla
son, por ejemplo:
- Todo recurso público se invertirá prioritariamente en beneficio del interés
general, y solo excepcionalmente en interés particular cuando de la defensa
derechos fundamentales se trate.
- Se tendrá como mal utilizado todo recurso público que erogado, no se
traduzca de manera eficaz y eficiente en un beneficio social, conforme al
principio precedente.
- Se tendrá como contrario al interés general toda exigencia que, violando el
principio de igualdad, monopolice el acceso a la contratación pública.
Con la adecuada aplicación efectiva de estos principios, sería innecesario
el abultado universo legal reglamentario que contra la corrupción se ha estado produciendo
en el país. Mientras ello no ocurra, seguiremos viendo casos como el recientemente
denunciado por el diario El Espectador (http://www.elespectador.com/noticias/nacional/articulo-410855-mico-contratacion-de-santander)
donde pone de manifiesto que en
Santander, la Gobernación (2013), no obstante el marco de las leyes
anticorrupción vigentes, preparó una reglamentación que produjo ¨en 11 procesos - que - sólo se presentara un proponente¨ en una,
de por sí, circunstancia que genera duda sobre la moralidad y la legalidad
(desde los principios) así se estén cumpliendo
formalmente las reglas vigentes.